Las dos muertes del ancestro


 

No sabemos su nombre ni de qué vivía. Pero sí que su cuerpo nunca estuvo bajo tierra, que vivió en el altiplano peruano-boliviano (hace entre 5 y 7 siglos) y que tenía unos 35 años. También sabemos que tuvo dos vidas. Y dos muertes. Esta es su historia.

El cuerpo

La canasta que envuelve su cuerpo, de fibra vegetal, solo dejaba al descubierto los dedos de los pies y la cara, aunque la parte que le servía de “capucha” se descosió, desprotegiendo el cráneo. En todo caso eso sirve para deducir, a primera vista, que procede del altiplano, pues esta era la armazón funeraria típica de las culturas aymaras y puquinas que prosperaron ahí tras la caída del estado Tiahuanaco, allá por el año 1100 de nuestra era. Que el rostro estuviera descubierto era importante porque, solo así, el difunto podía "comer", "beber" y hasta “charlar” con sus parientes, pues era tradición entre los pueblos del sur andino acudir a visitar a los muertos en fechas determinadas de su calendario ritual, para cambiarles de ropa, renovar las ofrendas y compartir con ellos (de manera simbólica, claro) alimentos, bebidas, bailes y canciones. Tratarlos como si estuvieran vivos. 

 
Eso no nos parece tan extraño. Aún hoy, en algunas fechas del año, en los cementerios peruanos se brinda y se canta junto a la tumba del abuelo o de la madre. Se lleva comida y hasta se contrata músicos y bailarines para que homenajeen a los que extrañamos. Pero ya no interactuamos con ellos. Es decir: tocamos la cruz clavada en la tierra, le hablamos a la lápida de mármol o cemento o rezamos junto al montículo de piedras que marca el último pedazo de mundo que nuestro muertito ocupará. Después del día del sepelio, no volvoemos a ver el cuerpo y el aspecto que tenga nos tiene sin cuidado, pues está ahí, bajo la tierra o en el nicho, y no esperamos que deje nunca ese lugar. Para nuestros ancestros, en cambio, la conservación del cuerpo y que "luzca bien" era vital. Porque el muerto había subido de estatus: ahora era un ancestro y tenía un poder del que no se gozaba en vida: unir a la comunidad, servir de árbitro simbólico en las disputas y hasta fungir de oráculo. El cuerpo muerto se había convertido en un objeto sagrado. Y lo sagrado no puede verse mal.

Es por eso por lo que casi todas las culturas de los Andes Centrales desarrollaron sus propias estrategias para preservar a sus muertos. Así, los que vivían en el altiplano (como los pacajes, los lupacas o los collas, a uno de los cuales debió pertenecer nuestro personaje) se valieron de las condiciones ambientales para conservarlos: los dejaban en sitios muy fríos y secos para que se deshidrataran mediante un proceso de "momificación" natural y luego los trasladaban a su morada final: cavernas expuestas al viento, cistas subterráneas (pero abiertas) o las torres funerarias de piedra o de arcilla que hoy conocemos como chullpas y que antes podían verse en todas las frías pampas del sur.


 

Una multitud de estrategias

Pero preservar, de la mejor forma posible a los cadáveres no era una costumbre exclusiva de los pueblos altiplánicos tardíos. En los desiertos, en las selvas y en las montañas, las diferentes culturas andinas se las ingeniaron para conseguir lo mismo. La costumbre es increíblemente vieja: ya hace 7000 años que los chinchorro de la costa norte de Chile y sur del Perú, extraían las vísceras de sus muertos para reemplazarlas por otros materiales (fibras vegetales, plumas, partes de animales) y cubrían sus pieles deshechas con arcilla para “moderlarlos” como si fueran personas reales. Y hasta aplicaban sobre ellos recubrimientos extremadamente tóxicos como el manganeso para que duren más tiempo. Así podían "usar" estos "ancestros reconstruidos" en sus ritos y mantenerlos presentes en las actividades de la vida diaria de las comunidades de pescadores.


 

Tiempo después, pero por razones similares, los paracas y nazca (400 a.C. - 800 d.C.) buscaron los sitios más secos del desierto, en donde nunca llueve, para colocar sus fardos funerarios y evitar que los cuerpos se degraden. Hoy sabemos que no eran entierros perpetuos: acudían a visitarlos cada cierto tiempo para renovarles el "vestuario", es decir, esos esos famosos mantos bordados que, así como los cuerpos, se preservaron por siglos en los arenales de Ica. Lo mismo harían después los chiribaya de Arequipa y los chancay en Lima.

Pero el clima no siempre ayudaba. En los húmedos Andes nororientales de los actuales departametos peruanos de Amazonas y San Martín, donde el agua lo destruye todo, los chachapoyas (800-1600) se las ingeniaron para encontrar cornisas rocosas en donde el viento soplara fuerte y la lluvia no pudiera penetrar. Ahí levantaron sus famosos mausoleos de piedra pintada (que imitaban a sus viviendas) y sus inaccesibles sarcófagos de arcilla, en donde los ancestros podían durar, razonablemente intactos, durante las dos o tres generaciones que debían ser visitados.

 Incluso en aquellas regiones en las que naturaleza no ofrecía ninguna facilidad conservadora se buscaron formas de ralentizar la descomposición, untando los cadáveres con sustancias tóxicas que reducían la proliferación de insectos y bacterias, como ocurrió con el rojo cinabrio (sulfuro de mercurio), un mineral tan importante que generó auténticas rutas comerciales entre las culturas del norte del Perú y la región de Huancavelica en la sierra sur, al menos desde hace 25 siglos. Ese tráfico podría explicar los huesos rojos de los señores de Kuntur Wasi (600 a.C.) en Cajamarca, o la admirable conservación de la piel tatuada de la señora de Cao (400 d.C.), en el epicentro del mundo moche (Valle de Chicama, La Libertad). 


 

La política de los muertos

Pero la conservación de los muertos era mucho más que una asunto sentimental o religioso. En algunos casos podía tener consecuencias sociales y hasta políticas. Las fuentes históricas explican que en la última de las culturas andinas (la de los incas, entre 1400 y 1532), las panacas o familias de los gobernantes cusqueños muertos gozaban de un enorme poder por l la responsabilidad que tenían: “servir” a la momia del difunto y administrar sus bienes y sus propiedades (sobre los que el gobernante inca sucesor no tenía derechos). Por eso, cuando estalló la guerra civil y el general atahualpista Quisquis hizo quemar la momia del Inca Túpac Yupanqui (según el cronista Sarmiento de Gamboa), la división de la élite cusqueña —y su ruina— fue irreversible.

La suerte del abuelo por poco alcanza al nieto: en 1533, tras su captura y prisión, Atahualpa fue "enjuiciado" por sus secuestradores hispanos y condenado por Pizarro a morir en la hoguera, una pena que solo se aplicaba a los no cristianos. Aunque ya no podía salvar su vida, Atahualpa aceptó el bautismo para así tener derecho a morir ahorcado. No era solo el temor al fuego. El inca sabía que debía evitar que su cuerpo se convierta en cenizas, en cuyo caso no hubiera podido acceder a las delicias de su segunda vida: acceder al más allá y seguir siendo relevante en el mundo de los vivos.


 

Aunque no ha llegado hasta nosotros ninguna historia parecida de las culturas andinas previas a los incas, la arqueología, otra vez, nos ofrece varios indicios de lo importante que era mantener "vivo" al ancestro. Veamos un ejemplo de la costa y otro de la sierra.

En Huanchaco, los arqueólogos encontraron la tumba de un jefe guerrero de la cultura Virú. Descubrieron que hace 1300 años el sepulcro fue reabierto, no por sus deudos sino por sus enemigos (los moche) que destruyeron parte de las ofrendas enterradas ahí, en especial una vasija (la más fina de tumba) que representaba, oh casualidad, a un jefe guerrero virú (acaso el alter ego del difunto).


Cinco siglos después, en Ayacucho, tras la caída de la ciudad de Wari, los sepulcros megalíticos de piedra labrada de la capital del primer imperio andino fueron vaciados (y los huesos desechados) para ser reusados por los pueblos que ocuparon la región. Reemplazar a tu ancestro por mi ancestro. Esa parece haber sido una forma de legitimar el poder sobre un territorio y de apropiarse de su sacralidad. En el Antiguo Perú la muerte regía la vida. 


 

Cuando los muertos envejecen

Pero ¿qué pasaba con el "espíritu" (cámac, en quechua) del difunto? Parece que todos estos pueblos creían en un mundo de ultratumba en donde se podía gozar de una vida similar a la nuestra. Un más allá de jolgorio, de danza y de relaciones sexuales, en donde las personas se volvían uno con los ancestros. El arte de las culturas andinas (especialmente en el espacio moche) está lleno de escenas de esqueletos pasándola bien.

Así, garantizar el descanso gozoso del ancestro tenían una fuerte relación con la suerte de los vivos. Por eso había que preservar los cuerpos, al menos durante algunas generaciones tras las muerte. Luego, cuando los deudos también morían y los descendientes iban olvidando al muerto original, este perdía su cualidad de “individuo” y pasaba a formar parte de una colectividad de ancestros. Pero aún en ese “estado” el antepasado seguía siendo útil. Los arqueólogos han encontrado huesos humanos formando parte del relleno de los muros de grandes edificios, como los de Wiraqochapampa (construido por los wari) o Kuélap (construido por los chachapoyas). No se trata de personas emparedadas, sino de "entierros secundarios", es decir, de huesos traídos de otras partes (de tumbas viejas) y que sus descendientes llevaban hasta estas nuevas construcciones para proporcionarles, quizá, un tipo de solidez adicional. Los ancestros como cemento de las construcciones de la comunidad. Los muertos, una vez más, al servicio de los vivos.

 

Algo parecido ocurría con las chullpas del sur. Allí, en el poco accidentado terreno del altiplano, los arqueólogos han recolectado evidencias de que las chullpas servían, también, de hitos, de marcas en el terreno que indicaban donde empezaba la influencia de una o de otra comunidad. ¡Los muertos también servían para delimitar el mundo!

Y es de esas tierras altas de donde provenía el personaje del que hablábamos al principio. Fue en la puna en donde tuvo sus dos vidas: la primera (la breve) fue esa en la que anduvo en dos pies. La segunda empezó cuando fue embutido en su canasta y colocado en una chullpa o una cueva (no lo sabemos con certeza) hace 700 años. Pero también mencioné dos muertes… ¿qué hay de eso?

Segundo final

En algún momento de principios del siglo XX, la momia fue extraida de su sepulcro original. No he podido conseguir información sobre cómo terminó en el Museo Nacional de Brasil (Rio de Janeiro). Pero sí sé que allí permaneció, bien atendido y conservado, durante varias décadas.


 Pero, ya sabemos cómo es: aunque tus deudos sequen tu piel en el frío o en la arena, aunque te unten de sustancias bactericidas, aunque te cuiden con amor y hagan lo imposible para que seas eterno, nunca lo serás. A veces son las polillas, la erosión, los hongos, un golpe… las momias son extremadamente frágiles y sensibles. Pero a nuestro personaje le tocó una segunda muerte más rápida y feroz. La noche del 2 de setiembre de 2018, el museo ardió y todo su acervo cultural y científico (incluido nuestro aymara) fue calcinado.



 

Me gusta pensar —magro consuelo— que sus parientes, los que hace varios siglos cuidaron de su cuerpo durante al menos tres generaciones, dejaron este mundo convencidos y orgullosos de que habían hecho el mejor trabajo posible por su ancestro. Después de todo, si llegó hasta nosotros es porque lo lograron. Hicieron bien su trabajo. Nosotros no.

Quizá, en compensación, podríamos velar por que las obras que nuestros ancestros bordaron, modelaron, esculpieron y constuyeron se se estudien, se aprecien, no se destruyan ni caigan en el olvido. Sería una bonita forma de continuar, a nuestro modo, con esta larguísima tradición.

 

Fuentes:

  • Sobre la momia desaparecida hay información en la página del Museo Nacional de Brasil, aquí: https://www.museunacional.ufrj.br/dir/exposicoes/arqueologia/pre-colombiana/arqprec015.html
  • Sobre los proyectos de reconstrucción del museo, puede consultarse esta completísima página: https://recompoe.mn.ufrj.br/
  • Sobre las chullpas como marcadores territoriales y del paisaje puede consultarse Gil García, Francisco: Acontecimientos y regularidades chullparias: más allá de las tipologías. Revista Española de Antropología Americana ISSN: 0556-6533 2002, 32: 207-241. Texto disponible en línea, aquí: https://revistas.ucm.es/index.php/REAA/article/view/REAA0202110207A
  • Sobre la "duración" del culto a un ancestro individual en una tumba surandina, sigo las hipótesis de Duchense, que pueden revisarse aquí: Frédéric Duchesne, Tumbas de Coporaque. Aproximaciones a concepciones funerarias collaguas, Bulletin de l'Institut français d'études andines [En línea], 34 (3) | 2005, disponible aquí: http://journals.openedition.org/bifea/4963
  • Sobre la cronología de las chullpas pacaje hay un estupendo estudio de Risto Kesseli y Martti Pärssinen,  Identidad étnica y muerte: torres funerarias (chullpas) como símbolos de poder étnico en el altiplano boliviano de Pakasa (1250-1600 d. C.), Bulletin de l'Institut français d'études andines, Publicado el 08 diciembre 2005. Disponible en línea, aquí: http://journals.openedition.org/bifea/4936
  • Sobre las excavación de la tumba del jefe guerrero virú en Huanchaco no dispongo de fuente en texto pero sí de una conferencia del arqueólogo Gabriel Prieto para el Museo Nacional de Arqueología, antropología e Historia del Perú de mayo de 2021 y que está en línea en esta ruta: https://www.facebook.com/MNAAHP/videos/503331957499017 
  • Sobre los sepulcros de los wari, hay una excelente síntesis en la revista de la Universidad de Huamanga: Pérez Calderón , I. . (2019). Chullpas, cámaras, tumbas y otras formas de entierros funerarios Wari. Revista Investigación, 27(2), 93 Disponible en línea en: http://revistas.unsch.edu.pe/revistasunsch/index.php/investigacion/article/view/129
  • Sobre las prácticas funerarias de los chachapoyas hay buenas síntesis en diversos artículos en el número 23 del Boletín de Arqueología PUCP de 2017, disponible en línea aquí: https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/boletindearqueologia/issue/view/1519

 

Un texto de Pablo Ignacio Chacón

 

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